miércoles, 25 de diciembre de 2013

Buscadores de la divinidad

Llevamos la finitud en nuestros genes, soñamos con el fin de los tiempos en el borde del mundo, cuando imaginábamos que era como un plato. Los mitos son vestigios evolutivos de nuestras sensaciones intrauterinas, de cuando estábamos en el Paraíso oscuro y tibio, acuático e ingrávido; antes ser expulsados para conocer el mundo y ver la luz que ciega los ojos. Empujados al canal de parto reptamos forcejeando por sobrevivir. Nacer es un acto desagradable para el que nace. Apenas intuimos con nuestras primitivas sensaciones que para vivir hay que llegar al final del túnel donde está luz. Nacer y morir se parecen. Quizá morir es otro nacimiento, la transición a otro estado de la vida. Somos seres divinos que vamos perdiendo el brillo al transcurrir los años de culturización. Nos transformamos en rebeldes de la constitución natural del mundo. Los animales nacen sin perder el Paraíso, viven sin preguntarse, solo transitan con plenitud su presente. Nosotros, los humanos, impugnamos el mundo, lo infestamos, lo modificamos a nuestra imagen y semejanza para añorar siempre la divinidad perdida. Nuestro objetivo es volver a la divinidad, pero sin resignar el conocimiento de cómo funciona el universo. Una comprensión que no sabremos si los animales que llamamos inferiores la tienen (o si la necesitan). Cuando nace un pichón humano nace un buscador eterno y errante, perdido en el inconmensurable mar de la Vida. Sin embargo, no creo que sea necesario dejar de saber como funciona el mundo para hallar la divinidad. Acaso, nuestra divinidad está en las cosas simples: en el abrazo apretado y sentido, en la pausa reflexiva antes de decir algo que lastime a otro, en un acto solidario cualquiera, como ceder el asiento a alguien, o  saludar a la gente por pura gentileza. Nuestra divinidad está en la postura flexible y comprensiva frente a los gestos ajenos que nos duelen y en la imposición de límites sin que eso signifique atacar la personalidad del otro. Nuestra divinidad aparece también cuando escuchamos al otro atentamente y cuando actuamos con espíritu constructivo en beneficio de un mundo mejor. Nuestra divinidad llega cuando logramos hacer todo esto sin dejar de ser fieles a nuestro propio Sentido de Vida. Sin duda, la divinidad es una forma de vivir y de concebir el mundo. Les deseo que en esta Navidad y este 2014 que comienza encuentren su propia divinidad para disfrutarla y para que el mundo evoluciones hacia una lugar mejor, más justo y solidario.
¡Felicidades!
Marcelo

martes, 30 de julio de 2013

La respuesta


Una luz áspera y dura le lastima los ojos. Ella, Patricia Da Souza, siente claustrofobia y un calor sofocante en aquella pequeña celda. Suspira como descomprimiéndose.
A unos metros de la celda está el inquisidor que se menea vagamente entre los arcos de luz. Él espera y Patricia piensa tenaz y sufridamente. Busca una respuesta huidiza que se confunde entre otros nombres y otras fechas. Aparecen lugares, agendas, rostros, sabores, aromas, abrazos, plazas, bibliotecas. Aparece el inquisidor que aún espera y carraspea.
Patricia por momentos parece agonizar en los vértigos fugaces de la memoria. Aquella respuesta –que duda si perder o encontrar- le muestra una antología de sí misma, un collage contaminado peligrosamente de vida privada. Recuerda a Juan, su marido, diciéndole que la ama mientras la abraza; a los niños, Polet y Líber, llegando descalzos y alegres, buscando cobijarse en su cama. También recuerda la última vez que vio a sus padres; a Pedro, su hermano, trayendo la bandeja del asado; y a su hermana Verónica contando un chiste que le hicieron en le facultad. De pronto recuerda al inquisidor que sigue ahí, pisoteando su impaciencia como un perro enjaulado.
Los tiempos se agotan, piensa Patricia y transpira bajo los focos que la iluminan como una lluvia de agujas. Baja la mirada. ¿Cuánto tiempo habrá pasado?. Una eternidad. No puede haber distracciones, eso sería imperdonable, una traición. Mira sus manos sobre aquella diminuta mesada y se aleja para adentro. Vuelve a las fechas y a los lugares. Recompone lentamente la ventanilla de un ómnibus y la orografía de la avenida Ocho de Octubre reptando en los vidrios. Una hora pico, la gente apretada en el pasillo y un bullicio veraniego. Más remotos se oyen los motores y las bocinas. A su lado está sentado alguien obeso –en los ómnibus llenos todos son obesos- , una mujer quizá.
Patricia recuerda las páginas de aquel cuaderno en sus manos, las formas de las letras y el espesor del papel entre sus dedos. Vuelve a leer en el recuerdo lo que ella estaba leyendo. Apenas restaura frases sueltas. Las letras se desdibujan y apenas llegan a ser ejércitos de manchas alineadas metódicamente. Piensa en la pregunta del inquisidor. Un nombre es suficiente. Un nombre y se sentirá en paz. Fuerza sus ojos a mirar el recuerdo más minuciosamente, sin embargo escucha una cumbia y una voz de celofán arrugado... ...que sin temor a equivocarme, en los comercios de la capital, lo abonarán de veinte a veinticinco pesos la unidad. Pero hoy, por tratarse de... Al vendedor, algo desaliñado y sucio, le volcaron la piel sobre los huesos y así lo largaron por la vida. En el recuerdo Patricia sintió lástima por aquel hombre, pero ahora le provoca fastidio. No el hombre, sino la burocracia morosa de la memoria. Necesita que su recuerdo lea. Si al menos pudiera modificar el pasado, manejarlo a su antojo.
Sus ojos del pasado contemplan un momento al vendedor, después miran la ciudad y vuelven al  cuaderno. Patricia sigue ansiosa sus movimientos del ayer. Vuelve a recordar las páginas y aquella caligrafía suya en tinta azul. Lee la Patricia del pasado junto con la Patricia del presente. El recuerdo de sí misma y del ómnibus se contamina y se eclipsa con las imágenes que surgen de los apuntes. La respuesta está cerca.
Patricia ve al inquisidor desde el fondo de su pasado y ve un rostro tenso y limpio bajo un peinado corto, engominado y brillante. Percibe una espera ansiosa y última restregando aquellas manos.
Patricia por fin tose y teme que se le estrangule la voz. Su boca se mueve con cierto temblor de inseguridad y miedo.
-         Fue... fue Manuel Gonzáles- Los ojos le quedaron colgados en el rostro del inquisidor. Buscan una reacción y un pronóstico. Pasan mil años sin respirar.
El inquisidor mira a un costado donde se encuentra el jurado y sonríe como evitándolo.
-         ¡Si,si,si!... ¡Efectivamente! ¡Manuel Gonzáles es la respuesta y nuestra participante número cinco se lleva los doscientos dólares de ésta noche...!
Patricia Da Souza suspira otra vez y se emociona mientras se saca los auriculares y gira en su silla. Llora.

martes, 25 de junio de 2013

El exorcista

Hoy estoy caminando a tientas por mis corredores oscuros. Siento el vértigo del espacio invisible que se abre ante mí. Es un lugar que reconozco, es donde habitan mis miedos. Los demonios me acechan, como si supieran que mis pies están hundidos en el espeso barro de la superstición. Entonces, escribir es un exorcismo, un conjuro que me rescata de mí mismo.

Marcelo Rodríguez